—Disculpe, Humberto —se anima, inclinando su corpachón hacia delante—. Le estoy embarrando toda la galería.
—Buenas tardes, comisario, no se preocupe por el barro y entre, que hace frío.
Antes de adelantarse, Martínez se quita el impermeable raído y, con prolijidad de cirujano, lo dobla en cuatro.
—¿Café?...
—No, gracias —dice el comisario, mientras se seca las manos con un pañuelo.
—Mire que lo tengo listo.
—Deje, Humberto, tomé unos mates antes de salir. Hágame ver lo que me dijo por teléfono.
—Lo que usted diga. Acompáñeme arriba, al atelier.
Humberto empieza a subir la escalera de madera con peldaños angostos, y lo gana un raro placer cuando dice:
—Saltéese el cuarto escalón, comisario, que ése tiene una tabla a punto de romperse.
Una vez en el taller, Humberto señala el atril.
—Esta es la pintura que le dije. Ayúdeme a acercar el atril a la ventana, que no tengo luz eléctrica por el temporal.
A través del vidrio se ven los cerros y la iglesia iluminados por los relámpagos. El comisario pega la nariz a la pintura y lee:
—Los rosales del jardín de Liu.
—Es el supermercadito del pobre chino. Pero sepárese un poco de la tela y mire al que viene bajando la cuesta. Y también fíjese en la hora.
—¿Dónde me fijo en la hora?
La vista de Martínez barre el cuadro de izquierda a derecha y Humberto se pregunta si el comisario no andará medio dormido; para estar borracho es temprano.
—Ahí, en el reloj de la iglesia.
—Las cinco, sí.
—¿Coincide?
—Entre las cuatro y las seis —murmura Martínez―. Coincide, sí.
El comisario, pensativo, se rasca la cabeza.
—¿Y en qué me puede ayudar esto, Humberto?
—Liang Peng baja la cuesta de la iglesia. ¿No lo ve?
—¿Cómo puedo estar seguro de que se trata de Liang Peng?
—Era él. ¿Conoce algún otro que se vista así? Pantalón negro, camisa violeta y gorra amarilla. Ese día yo lo reconocí inmediatamente. Desde aquí arriba se ve todo.
—Sí, pero...
—Algo más, esa pierna que renguea. El hombre camina inclinado hacia un lado porque tiene una pierna más corta que la otra; un defecto de nacimiento, él me lo dijo un día.
—¿Y qué está haciendo ahora?
—Camina hacia el supermercado de Liu, llega un par de minutos después de las cinco, entra por la puerta de adelante.
—¿Y a qué hora sale?
—Sólo diez minutos más tarde.
—¿Está seguro? —el comisario lo mira a los ojos.
—Como de que me llamo Humberto y tengo una escalera con el cuarto escalón a la miseria. No podría haber hecho esto si no hubiera estado atento a todos los detalles, ¿no cree?
El comisario fija la vista en la ventana, parece perdido en sus pensamientos:
—Los vecinos me dijeron que desde que llegó al pueblo usted pinta todas las tardes.
—Sí, siempre trabajo de dos a seis sin interrupción.
—Sus cuadros son como fotos.
—Algo así.
De pronto, como si despertara de sus ensoñaciones, Martínez dice:
—Tendré que llevarme la tela.
—Es toda suya. Bajemos, le daré una bolsa de plástico para protegerla de la lluvia. Me alegra que mi trabajo ayude en algo.
—Ya lo creo. Con esto tenemos suficiente evidencia para detener a Liang Peng por la muerte de Liu. Usted tendrá que testificar.
Mientras bajan la escalera, Humberto sonríe satisfecho. Al menos esta vez —piensa—, papá hubiera estado orgulloso de mí. “ Un pintor no sirve para nada, buscate algo útil que hacer en la vida”, le decía siempre.
Entonces se oye el ¡crack! de la madera. El muy imbécil del comisario ha reventado el cuarto escalón, y ahora pide disculpas.
—Lo que pasa es que en esta oscuridad no se ve un carajo.
Humberto se tranquiliza porque Martínez tiene razón: ha caído la tarde y, abajo, la sala está a oscuras.
—No importa, comisario, alguna vez tenía que romperse del todo. Espero que ni usted ni la pintura se hayan hecho daño.
—No, fue sólo el susto. Si yo hubiera visto que era el cuarto, no lo pisaba.
Humberto lo ayuda a bajar los últimos escalones. Y después de encender un farol a kerosén, ayuda al comisario a embolsar la pintura y le pregunta:
—¿Hay alguna otra prueba?
—Mire, los dos chinos se peleaban muy seguido. Todos sabemos que el que siempre buscaba camorra era Liang Peng… Los dos vinieron del mismo pueblo, se conocían de toda la vida. A Liu le iba muy bien y el otro estaba lleno de deudas —después de una pausa, agrega sombrío—: Aún no hemos hallado los veinte mil que sustrajeron de la caja.
El comisario curiosea un poco las paredes y se detiene en una fotografía.
—¿Es su padre? Se parecen una enormidad.
—Sí —contesta Humberto estremecido.
Ya lo creo que nos parecemos, piensa, mirando él también la foto. Yo, un verdadero artista, y vos un preso cualquiera de la cárcel de Batán. Quién te iba a decir que al inútil lo reivindicaría la pintura, ¿eh papá?
—Lo acompaño hasta la puerta —dice, cuando ve que Martínez empieza a desdoblar el impermeable. Una vez en la galería, el comisario palmea la tela.
—El municipio está en deuda con usted, muchacho.
Se saludan y Humberto pone doble llave a la puerta.
Farol en mano, se acerca a la escalera y quita la tabla rota. Del hueco saca un envoltorio de trapos: debe encontrar un nuevo escondite para los veinte mil.
ACTIVIDADES PROPUESTAS:
1.Ilustrá el cuento.
2.Leé y grabá el cuento.
3.Imaginá y escribí alguna situación de la vida del protagonista y su padre, cuando aquél era aún un niño.
4.Cambiá el final del cuento, haciendo que el protagonista esconda debajo de la escalera otra cosa...
5.Modificá la trama del cuento de manera que el policía descubra los veinte mil. ¿Cómo seguiría?
6.Inventá otro cuento derivando el de Lidia Nicolai, pero en lugar de una pintura, el protagonista es un fotógrafo, un investigador o detective privado, un maestro o un artesano. ¿Cómo lo adaptarías?
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