Los cartógrafos
tienen, sobre una mesa redonda, en una sala lateral que está siempre a oscuras,
un mapa de la ciudad. Fue dibujado muchos años atrás. Ellos deben corregirlo a
medida que la ciudad cambia: la continua extensión de los límites, la caída de un
puente, la clausura de las vías del tren. Con pintura blanca borran las cosas
que desaparecen para agregar con tinta china las nuevas: cambios de nombres en
las calles, monumentos, parques arrasados, torres de cristal.
La correspondencia
entre el plano y la ciudad es tan extrema que si alguien, por descuido, deja
caer una gota de pintura blanca en un pequeño sector del mapa, los calígrafos
se apuran a cruzar la ciudad para ver la zona que acaba de quedar en ruinas.
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