Cuando en San Telmo subí como una atolondrada al colectivo, mis zapatos se tragaron los tres escalones sin haberlos masticado. Atropellados corrieron hacia el par de asientos que, desocupados, los llamaban y, sin darse vuelta, se sentaron junto a la ventanilla.
Le había dado un último vistazo al ángulo que formaba el vidrio con el marco de la ventana del restaurante de la esquina de Bolívar y Venezuela. A pesar de ese rayo de sol que entraba desde la calle, en soledad, el roble de la mesa parecía que empezaba a oscurecerse como el respaldo de mi cama cuando mamá apagaba la araña para dejar encendido el velador de mi mesa de noche.
En cuanto terminamos de almorzar, el mozo se llevó el plato de postre con los restos de flan con dulce de leche. A la carrera, antes de levantarnos de nuestras sillas, el fulano retiró el mantel de percal blanco, que cubría la claridad de la madera. Su tela estaba tan almidonada como la de una sábana y yo todavía conservaba la sensación de aspereza en la yema de mis dedos. No sé si ese día aquel mantel se había almidonado para impresionarme vistiéndose de fiesta o si pretendía que yo recordara los guardapolvos blancos de mis compañeros de escuela.
Cuando el colectivo arrancó, tres personas continuaron formando una hilera muy prolija en la parada. Hacía calor y ellas esperaban, bajo el sol de las tres de la tarde de un día de diciembre.
Yo tenía sed. Mi cara, mojada por la transpiración, me pidió que abriera aún más la ventanilla, para sentir esa bocanada de aire que duraría solo un par de cuadras, hasta que el vehículo volviera a detenerse.
En ese momento lo único que yo pretendía era que me tocara el viento, humedecer mi boca reseca con una gaseosa con hielo, refrescarme con un helado, sumergir mis pies en el agua del mar. Me imaginaba que a esa hora todos los trampolines del mundo se estarían arrojando a sus piletas.
¡Y nada! El calor se agrandaba como una hoguera que aplastaba el paseo y me mantenía en un estado de permanente inquietud, en el que no me cansaba de preguntar cuantos días faltaban para que llegara enero y viajáramos a Mar del Plata.
Yo solo quería bajar del colectivo y que empezara el verano porque me gustaba nadar en cualquier espacio que contuviera agua, para que la nuca que chorreaba una mezcla densa de perfume Johnson con olor a transpiración de niño, tan parecida a la de la leche cortada, dejara de producirme esa sensación nauseosa.
En una de las esquinas en que el ómnibus se detuvo y ascendió una fila de pasajeros, que debió viajar de pie, me vi obligada a torcer mi perfil hacia la calle como pidiéndole al verano que le sirviera a mis mejillas un vaso de agua fresca.
Entonces mis ojos recorrieron el tendido de los rieles del tranvía que había dejado de funcionar un par de meses atrás debido a los cambios en el transporte público de la ciudad. Otros lugares del país mantuvieron trolebuses durante un par de años más para beneficio de las abuelas, a las que la velocidad alcanzada por los modernos colectivos les producía una sensación de vértigo. Quizás por este motivo, muchas de ellas acostumbraban a ir caminando antes de realizar un recorrido, de escasa media hora, tomando una medicación parecida a la suministrada para navegar en un transatlántico.
Recuerdo que todavía mis piernas colgaban del asiento sin alcanzar a apoyarse en la chapa que hacía de piso de aquellos vehículos, que parecían una enorme lata de sardinas Nereida pero no recuerdo mi edad y ni siquiera sé si en esa época yo ya había aprendido a leer, o fue mi madre quien leyó el cartel escrito con letras de imprenta que decía:
"PROHIBIDO ASOMARSE Y SACAR LA CABEZA O LOS BRAZOS POR LA VENTANILLA". Recuerdo también que mamá reforzó esa advertencia con explicaciones, que parecían hacer vibrar el volante del conductor al retumbar en el el colectivo y que yo fingía escuchar con suma concentración, aunque en realidad me entretenía más observando cómo engordaba y adelgazaba su rostro cuando articulaba cada palabra.
Un hombre que se había parado junto al asiento, miraba sus pechos acariciando el escote de su solera, que parecía ser tan profundo como el fondo de las copas con las que brindábamos en navidad. Pero después el oído de aquel señor detuvo su vista en la garganta que pronunciaba la arenga.
Fue en ese momento que intenté probar si era cierto lo que ella decía y me animé a sacar mi cabecita fuera del ómnibus. Mientras la escuchaba levantar su tono de voz, sus pensamientos empezaron a pesar en mi cabeza.
Y entonces no sé qué fue lo que realmente ocurrió, porque de ese día de calor asfixiante, sólo alcanzo a recordar sus gritos, mi cabeza cayendo sobre la vereda, mi cara rodando sobre el pavimento y mis ojos contemplando la escena desde el asiento ubicado en la mitad del colectivo al lado de la ventanilla. Pero en ese momento no me asusté porque el golpe no me había dolido.
Más tarde, angustiada, recuerdo haber mirado a mi madre, que permanecía sentada a mi lado y, apartándome de la ventanilla, fijé mis ojos en esa imagen redonda que, desde la esquina, picaba como una pelota de pelo castaño que reflejaba mi cara, como en el cristal de un espejo. A medida que las cuadras quedaban atrás, mis palabras se derretían con cada rebote de mi esfera de carne. De a poco la pelota iba desapareciendo de mi vista mientras que yo inmóvil y en silencio, me atrincheraba en ese asiento, en el que no me animaba a tocarme la testa por temor a haberla perdido.
Al bajar del colectivo en el barrio de Almagro, o quizás fuera en el Once, las manos de mami me acomodaron el sombrerito de lino color lila y de ala ancha que impedía una insolación. En silencio esbocé una sonrisa, a modo de mueca muda. No sé si con ese gesto hubiera querido decirle a mamá que, a lo largo de su discurso, mi cabeza fue perdiendo dignidad, o eso lo pensé más tarde. Pero sí recuerdo el día en que mientras renunciaba a ponerme un gorro de lana que impedía un resfrío, la adolescente temió que su madre le hiciera perder la cabeza y entonces le reprochó haber opacado su inteligencia con tantas pretensiones adultas. Pero eso fue más tarde porque ese día de diciembre, después de caminar por una calle comercial, al entrar a una tienda en la que vendían trajes de baño, corrí a poner mi cuerpo frente al marco de un cristal y lo llevé muy cerca hasta percibir su nitidez. Entonces me olvidé del calor, del viaje a Mar del Plata, de los toboganes sumergiéndose en las piletas y me conformé con reconocer en un espejo, mi rostro de niña con esa cabeza que por un momento pretendió jugar a escaparse de aquellas manos de madre quese habían quedado conmigo, que nunca me abandonarían.
Le había dado un último vistazo al ángulo que formaba el vidrio con el marco de la ventana del restaurante de la esquina de Bolívar y Venezuela. A pesar de ese rayo de sol que entraba desde la calle, en soledad, el roble de la mesa parecía que empezaba a oscurecerse como el respaldo de mi cama cuando mamá apagaba la araña para dejar encendido el velador de mi mesa de noche.
En cuanto terminamos de almorzar, el mozo se llevó el plato de postre con los restos de flan con dulce de leche. A la carrera, antes de levantarnos de nuestras sillas, el fulano retiró el mantel de percal blanco, que cubría la claridad de la madera. Su tela estaba tan almidonada como la de una sábana y yo todavía conservaba la sensación de aspereza en la yema de mis dedos. No sé si ese día aquel mantel se había almidonado para impresionarme vistiéndose de fiesta o si pretendía que yo recordara los guardapolvos blancos de mis compañeros de escuela.
Cuando el colectivo arrancó, tres personas continuaron formando una hilera muy prolija en la parada. Hacía calor y ellas esperaban, bajo el sol de las tres de la tarde de un día de diciembre.
Yo tenía sed. Mi cara, mojada por la transpiración, me pidió que abriera aún más la ventanilla, para sentir esa bocanada de aire que duraría solo un par de cuadras, hasta que el vehículo volviera a detenerse.
En ese momento lo único que yo pretendía era que me tocara el viento, humedecer mi boca reseca con una gaseosa con hielo, refrescarme con un helado, sumergir mis pies en el agua del mar. Me imaginaba que a esa hora todos los trampolines del mundo se estarían arrojando a sus piletas.
¡Y nada! El calor se agrandaba como una hoguera que aplastaba el paseo y me mantenía en un estado de permanente inquietud, en el que no me cansaba de preguntar cuantos días faltaban para que llegara enero y viajáramos a Mar del Plata.
Yo solo quería bajar del colectivo y que empezara el verano porque me gustaba nadar en cualquier espacio que contuviera agua, para que la nuca que chorreaba una mezcla densa de perfume Johnson con olor a transpiración de niño, tan parecida a la de la leche cortada, dejara de producirme esa sensación nauseosa.
En una de las esquinas en que el ómnibus se detuvo y ascendió una fila de pasajeros, que debió viajar de pie, me vi obligada a torcer mi perfil hacia la calle como pidiéndole al verano que le sirviera a mis mejillas un vaso de agua fresca.
Entonces mis ojos recorrieron el tendido de los rieles del tranvía que había dejado de funcionar un par de meses atrás debido a los cambios en el transporte público de la ciudad. Otros lugares del país mantuvieron trolebuses durante un par de años más para beneficio de las abuelas, a las que la velocidad alcanzada por los modernos colectivos les producía una sensación de vértigo. Quizás por este motivo, muchas de ellas acostumbraban a ir caminando antes de realizar un recorrido, de escasa media hora, tomando una medicación parecida a la suministrada para navegar en un transatlántico.
Recuerdo que todavía mis piernas colgaban del asiento sin alcanzar a apoyarse en la chapa que hacía de piso de aquellos vehículos, que parecían una enorme lata de sardinas Nereida pero no recuerdo mi edad y ni siquiera sé si en esa época yo ya había aprendido a leer, o fue mi madre quien leyó el cartel escrito con letras de imprenta que decía:
"PROHIBIDO ASOMARSE Y SACAR LA CABEZA O LOS BRAZOS POR LA VENTANILLA". Recuerdo también que mamá reforzó esa advertencia con explicaciones, que parecían hacer vibrar el volante del conductor al retumbar en el el colectivo y que yo fingía escuchar con suma concentración, aunque en realidad me entretenía más observando cómo engordaba y adelgazaba su rostro cuando articulaba cada palabra.
Un hombre que se había parado junto al asiento, miraba sus pechos acariciando el escote de su solera, que parecía ser tan profundo como el fondo de las copas con las que brindábamos en navidad. Pero después el oído de aquel señor detuvo su vista en la garganta que pronunciaba la arenga.
Fue en ese momento que intenté probar si era cierto lo que ella decía y me animé a sacar mi cabecita fuera del ómnibus. Mientras la escuchaba levantar su tono de voz, sus pensamientos empezaron a pesar en mi cabeza.
Y entonces no sé qué fue lo que realmente ocurrió, porque de ese día de calor asfixiante, sólo alcanzo a recordar sus gritos, mi cabeza cayendo sobre la vereda, mi cara rodando sobre el pavimento y mis ojos contemplando la escena desde el asiento ubicado en la mitad del colectivo al lado de la ventanilla. Pero en ese momento no me asusté porque el golpe no me había dolido.
Más tarde, angustiada, recuerdo haber mirado a mi madre, que permanecía sentada a mi lado y, apartándome de la ventanilla, fijé mis ojos en esa imagen redonda que, desde la esquina, picaba como una pelota de pelo castaño que reflejaba mi cara, como en el cristal de un espejo. A medida que las cuadras quedaban atrás, mis palabras se derretían con cada rebote de mi esfera de carne. De a poco la pelota iba desapareciendo de mi vista mientras que yo inmóvil y en silencio, me atrincheraba en ese asiento, en el que no me animaba a tocarme la testa por temor a haberla perdido.
Al bajar del colectivo en el barrio de Almagro, o quizás fuera en el Once, las manos de mami me acomodaron el sombrerito de lino color lila y de ala ancha que impedía una insolación. En silencio esbocé una sonrisa, a modo de mueca muda. No sé si con ese gesto hubiera querido decirle a mamá que, a lo largo de su discurso, mi cabeza fue perdiendo dignidad, o eso lo pensé más tarde. Pero sí recuerdo el día en que mientras renunciaba a ponerme un gorro de lana que impedía un resfrío, la adolescente temió que su madre le hiciera perder la cabeza y entonces le reprochó haber opacado su inteligencia con tantas pretensiones adultas. Pero eso fue más tarde porque ese día de diciembre, después de caminar por una calle comercial, al entrar a una tienda en la que vendían trajes de baño, corrí a poner mi cuerpo frente al marco de un cristal y lo llevé muy cerca hasta percibir su nitidez. Entonces me olvidé del calor, del viaje a Mar del Plata, de los toboganes sumergiéndose en las piletas y me conformé con reconocer en un espejo, mi rostro de niña con esa cabeza que por un momento pretendió jugar a escaparse de aquellas manos de madre quese habían quedado conmigo, que nunca me abandonarían.
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