Los inviernos en el pueblo de Yian Gin no sólo son fríos: se diría que todos los dioses de la Antigua China, en especial sus dragones, conspiran para guardar el fuego bajo oscuros designios. Y aquel invierno se empecinaba en ofrecer la más cruda nieve a sus habitantes. Yian Gin era un pueblo pobre con habitantes pobres en un Imperio rico.
Sin embargo, como nunca, los cerezos se habían confabulado en adelantarse a la nieve y ya estallaban de flores, dejando atrás sus hojas, que sólo eran un recuerdo. Jin Wen estaba convencida de que ese milagro ocurría porque, en unos días, ella cumpliría cinco años. El verano era un recuerdo en su corazón: mágico, inquieto, lleno de galletas de pasta de arroz envueltas en hojas de taro, de cantos de ruiseñores y de alondras; un tiempo en el que ella y Xinjin, su padre, habían corrido hacia las montañas, arrastrados por un viento fresco, como dos patos mandarines que jugaban a esconderse, a alejarse, a ser felices. Fue en una de esas tardes cuando Jin Wen le dijo a su padre que el próximo verano quería ir al río Amarillo, en busca del bosque de bambúes. Una sombra inmensa caía, en ese instante del atardecer, sobre el Gigante de Jade; y ella notó que esa misma sombra que oscurecía la montaña sagrada, le había cubierto los ojos a Xinjin. Ese hombre bueno, que jugaba con su hija no pudo dejar de llorar con el corazón y con el alma. Un fantasma había entrado en sus ojos, un espectro que ya nunca se iría de él. Inútil fue negar lo que sabía inevitable, lo que no quería pensar, reconocer, asumir. Xinjin sabía que en poco tiempo más su pequeña grulla, la misma que volaba a su lado por los cielos de Yian Gin, no volvería a correr nunca más. Los dioses le enviaron hijas mujeres, y ella era la mayor, la única que tenía la posibilidad de tener una vida mejor. Sus campos de arroz eran cada día más estériles, su cuerpo envejecía y se doblaba como un ginko viejo. ¿Cuánto más podría mantener a su numerosa familia? Sólo Jin Wen tenía la posibilidad de conseguir un marido que la salvara de esa miseria, y, para ello, debían transformar sus pequeños pies en dos lotos dorados. Siempre luchó para que su hija, su pequeña y perfumada peonía, no debiera sufrir el horror de ver fracturados sus pies, quebradas sus formas, para transformarse en una mujer de andar ondulante, frágil, titubeante. Pero nada alcanzó, y este era el preludio de todos sus fracasos.
Así fue como su corazón comenzó a romperse junto al sacrificio de la pequeña, que lo miraba sin entender por qué, cómo, para qué, sus pies eran sumergidos en agua, untados con hierbas y sangre, y doblados hacia la planta, hasta romperse. Los ojos de la pequeña, desesperados, buscaban los de su padre. Limpias vendas de un blanco sepulcral cubrieron el trabajo. Todo estaba consumado. Ya nunca correría por los prados, no habría ríos amarillos ni bosques de bambúes, ni faisanes dorados, ni tigres, ni grullas. Sólo la transformación de una niña en una mujer dócil, casta, dependiente, que no podría moverse sin ayuda.
Jin Wen no volvió a hablar, y permaneció encerrada en la habitación de las mujeres, a la que únicamente entraba su abuela a cambiarle las vendas. Por las noches Xinjin iba a ver a la pequeña, a acariciar su cabello lacio y oscuro, sus ojos de almendra. Llevaba en su alma, una culpa, que no lo dejaba vivir. Ser pobre en un pueblo pobre es un castigo que no sólo se paga con la propia vida, y en China, más triste que ser pobre, es ser una niña.
Los días pasaban y Jin Wen cayó en un letargo de silencio y ausencia del que no despertaba. Una mañana, su abuela se asombró al ver que los pies de la niña pasaron de la palidez de la luna al morado de la tempestad. Apuró un emplasto e invocó a los ancestros.
Al día siguiente, los pequeños lotos empeoraron, y la curandera del pueblo vino en auxilio. No había nada que hacer, pronosticó la vieja, y Xinjin sintió que su corazón se quebraba en mil pedazos. No hubo dioses, ni pócimas ni plegarias que revivieran a la niña.
La ventana de la vieja casucha se fue llenando de nieve, una ligera nevada de fines de invierno caía copiosa. Algunos dicen que vieron a Jin Wen, descalza, alejarse muy despacio, buscando el río Amarillo, con sus pies blancos y perfumados, libre, por un sendero de pétalos de loto...
Sin embargo, como nunca, los cerezos se habían confabulado en adelantarse a la nieve y ya estallaban de flores, dejando atrás sus hojas, que sólo eran un recuerdo. Jin Wen estaba convencida de que ese milagro ocurría porque, en unos días, ella cumpliría cinco años. El verano era un recuerdo en su corazón: mágico, inquieto, lleno de galletas de pasta de arroz envueltas en hojas de taro, de cantos de ruiseñores y de alondras; un tiempo en el que ella y Xinjin, su padre, habían corrido hacia las montañas, arrastrados por un viento fresco, como dos patos mandarines que jugaban a esconderse, a alejarse, a ser felices. Fue en una de esas tardes cuando Jin Wen le dijo a su padre que el próximo verano quería ir al río Amarillo, en busca del bosque de bambúes. Una sombra inmensa caía, en ese instante del atardecer, sobre el Gigante de Jade; y ella notó que esa misma sombra que oscurecía la montaña sagrada, le había cubierto los ojos a Xinjin. Ese hombre bueno, que jugaba con su hija no pudo dejar de llorar con el corazón y con el alma. Un fantasma había entrado en sus ojos, un espectro que ya nunca se iría de él. Inútil fue negar lo que sabía inevitable, lo que no quería pensar, reconocer, asumir. Xinjin sabía que en poco tiempo más su pequeña grulla, la misma que volaba a su lado por los cielos de Yian Gin, no volvería a correr nunca más. Los dioses le enviaron hijas mujeres, y ella era la mayor, la única que tenía la posibilidad de tener una vida mejor. Sus campos de arroz eran cada día más estériles, su cuerpo envejecía y se doblaba como un ginko viejo. ¿Cuánto más podría mantener a su numerosa familia? Sólo Jin Wen tenía la posibilidad de conseguir un marido que la salvara de esa miseria, y, para ello, debían transformar sus pequeños pies en dos lotos dorados. Siempre luchó para que su hija, su pequeña y perfumada peonía, no debiera sufrir el horror de ver fracturados sus pies, quebradas sus formas, para transformarse en una mujer de andar ondulante, frágil, titubeante. Pero nada alcanzó, y este era el preludio de todos sus fracasos.
Así fue como su corazón comenzó a romperse junto al sacrificio de la pequeña, que lo miraba sin entender por qué, cómo, para qué, sus pies eran sumergidos en agua, untados con hierbas y sangre, y doblados hacia la planta, hasta romperse. Los ojos de la pequeña, desesperados, buscaban los de su padre. Limpias vendas de un blanco sepulcral cubrieron el trabajo. Todo estaba consumado. Ya nunca correría por los prados, no habría ríos amarillos ni bosques de bambúes, ni faisanes dorados, ni tigres, ni grullas. Sólo la transformación de una niña en una mujer dócil, casta, dependiente, que no podría moverse sin ayuda.
Jin Wen no volvió a hablar, y permaneció encerrada en la habitación de las mujeres, a la que únicamente entraba su abuela a cambiarle las vendas. Por las noches Xinjin iba a ver a la pequeña, a acariciar su cabello lacio y oscuro, sus ojos de almendra. Llevaba en su alma, una culpa, que no lo dejaba vivir. Ser pobre en un pueblo pobre es un castigo que no sólo se paga con la propia vida, y en China, más triste que ser pobre, es ser una niña.
Los días pasaban y Jin Wen cayó en un letargo de silencio y ausencia del que no despertaba. Una mañana, su abuela se asombró al ver que los pies de la niña pasaron de la palidez de la luna al morado de la tempestad. Apuró un emplasto e invocó a los ancestros.
Al día siguiente, los pequeños lotos empeoraron, y la curandera del pueblo vino en auxilio. No había nada que hacer, pronosticó la vieja, y Xinjin sintió que su corazón se quebraba en mil pedazos. No hubo dioses, ni pócimas ni plegarias que revivieran a la niña.
La ventana de la vieja casucha se fue llenando de nieve, una ligera nevada de fines de invierno caía copiosa. Algunos dicen que vieron a Jin Wen, descalza, alejarse muy despacio, buscando el río Amarillo, con sus pies blancos y perfumados, libre, por un sendero de pétalos de loto...
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