sábado, 1 de agosto de 2020

PANDEMIA PASIVA, UN RELATO DE ÁNGEL TORRES

Viernes. 
Se mantienen las indicaciones estrictas de “aislamiento social”. Cada uno en su casa, a menos que se realicen actividades consideradas servicios básicos.
Pero, sin aviso previo, esta madrugada comenzaron a aparecer, en la entrada de cada banco del conurbano bonaerense, grupos de personas, mayoritariamente ancianas, que se fueron colocando, unos junto a otros, en una fila humana inconcebible por la restricción de la pandemia.
Hacia las 8, la cola daba la vuelta a la manzana. Cada vez más abigarrada, más contundente. A los adultos mayores, de los primeros momentos, se sumaban muchos otros.
Más tarde comenzaron a aparecer otras gentes, rostros desangelados, ropas raídas, hombres flacos y vacíos, con el dolor del hambre en las miradas perdidas, mujeres embarazadas, con dos o más niños colgados de sus calzas descoloridas y un bebé dormido en sus brazos.
“Tengo que venir ahora, porque no sé cuánto les va a durar la plata en el banco. Y si no consigo la AUH, qué les doy de comer a ellos”, explica con su media lengua, entrecortada por la tristeza, una mujer de treinta y tantos, mientras amamantaba a una bebé de pelo ensortijado.
“No, yo hace seis horas que llegué. Vea, soy segunda en la cola. Cuando el banco abre vamos a ser los primeros en ser atendidos. Como yo no tengo cuenta ni tarjeta, desde febrero que no cobré un peso. Así que cuando ayer avisaron que hoy pagaban me preparé la sillita y me vine para acá con el mate. ¿Oiga, don, quiere uno?”
Más pronto que tarde, la fila era multitudinaria. La distancia “de protección social” se había transformado en los corrillos en los que los vecinos se agolpaban y discutían animadamente sobre la situación por la que atravesaban y los peligros de la pandemia.
Cerca de las 10 horas aparecieron dos móviles policiales. Cuando los vi, por la tele, pensé “ahora van a arreglar este tema, a poner distancia entre la gente, a darles números a los que está allí, apiñados, en fin a poner el orden imprescindible en época de cuarentena social obligatoria”.
Pero no. Se bajaron cuatro policías que se fueron derechito a la puerta de la sucursal del banco y se pararon delante de ella, como custodiando esa entrada, la que deberían utilizar a partir de las 10, los doscientos o trescientos que penaban por entrar.
Entonces me di cuenta que esa policía no estaba para ordenar esa fila bizarra de potenciales infectados futuros del coronavirus. Que no había pasado por su cabeza, ni por la de quienes los mandaban, hacer algo para mejorar la situación de los que allí estaban, prevenir el contagio entre ellos, cuidar de los ancianos más vulnerables o de los bebés y mamás embarazadas.
No. Estaban para proteger la sucursal del banco.
El bizarro espectáculo continuó toda la jornada. No sólo en el conurbano. En la mayoría de las ciudades del país se multiplicaban las mareas humanas de desesperados, de personas a las que, hace rato, se las excluyó, no solamente de la economía nacional, sino de la posibilidad de sobrevivir con un poco de dignidad.
Esa gente, para los que debieran protegerlos, no cuenta. Son un nuevo tipo de “desaparecidos”.
Con un anuncio masivo y mal coordinado, estructurado y comunicado, vuelcan a las calles a miles de personas, en todo el país, para conseguir nada más que lo que les corresponde, por un principio básico y elemental de humanidad: la posibilidad de comer y de dar alimento a los suyos. Algo no está funcionando bien en esta sociedad.
Algo no está funcionando bien en la burocracia, que debiera responder a las iniciativas de los gobiernos, en aras de proteger a los seres humanos. No a los bancos.
Algo falló.
Luego vendrán las reconvenciones, las disculpas, las lamentaciones, las correcciones.
Una vez más, si Dios quiere, no habrá una explosión de contagios por coronavirus; no por los que estaban paseando por Europa y pensaron que a ellos no les iba a tocar. No por los que desde Miami miraban la película como si ocurriera en otro mundo. No por los que regresaron en sus vuelos, cruceros y autos, desde lugares de alto riesgo, como si ellos no tuvieran porqué dar explicaciones de dónde y con quién habían estado.
No por los que, con dinero suficiente, escaparon de sus casas para refugiarse herméticamente en mansiones, con la comodidad insolente de llevar consigo a su servicio doméstico, para que no les falte “nada” y sin importarle en lo más mínimo el personal.
Simplemente, no habrá una tragedia viral de contagios en los próximos días, porque “Dios es argentino”.

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